De media a hora a 45 minutos
Lo que a simple vista parece un trámite puede convertirse en un verdadero martirio.
Todo comenzó con el peluquero. Ese “profesional”supuestamente preparado para cumplir con su labor. Ni más ni menos.
Antes de salir tuve el presentimiento de que algo podría salir mal.
Al llegar a la peluquería las incertidumbres se transformaron en certezas. Lamentables. No estaba mi peluquero, sino su hermano. La misma sangre, caminos opuestos para un final que también sería sangriento.
Antonio es un gallego (de Galicia) que llegó hace 40 años para hacer maravillas con las cabezas de generaciones de montevideanos. Sus vástagos son buenos, aunque siempre deposité mi confianza en el primero. Es que cortarse el pelo es someterse a un ritual en el que, durante un tiempo más o menos razonable (en mi caso es de media hora a 45 minutos) dejamos nuestra vida en manos de un tercero. Por eso la desesperada necesidad de que ese tercero sea de confiar. En esos momentos somos seres débiles, absolutamente dejados a la buena de Dios (o a las manos del peluquero).
La matanza finalizó luego de media hora. Estaba más feliz por el fin el martirio que por un resultado que mis ojos no estaban aún preparados para visualizar con objetividad. Pagué y me retiré tocándome con los dedos lo que alguna vez fue mi cabellera, y que por media hora había dejado de pertenecerme para arrendársela a aquél que miraba con cara de acusado. “Si no te gusta podes volver”, argumento como mejor coartada. “Esta muy bien”, dije con estúpida ilusión y un leve sentido de la urbanidad con el asesino. Sabía que tenía que haber algo mal.
Lo encontré al día siguiente. Un escalón, pronunciado, en la parte derecha desde donde nace la raya del pelo hasta aproximadamente una pulgada a la derecha. Luego, un precipicio hasta el siguiente nivel, que llega hasta la patilla y allí se despide, agonizante, como aquél que, con su ominoso y estoico silencio, acusa su compañero de haberlo entregado a las manos de la muerte (que esta vez no tenía guadaña sino tijera).
Todos mintieron. Es que a veces la compasión es amiga del silencio. “te quedó bien”, dicen. “Sos un histérico” argumentan. Yo no les creo. No me hace falta. Yo y mi pelo volveremos por venganza. Con tijeras. O guadañas.
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